Salgo del falso frío del edificio y lo que respiro es humedad caliente, pero todavía mi cuerpo reserva algo del frescor del aire acondicionado. Eso dura menos de un minuto hasta que mi piel se convierte lentamente en una cubierta de caucho caliente.
Estar fuera de la oficina no es mejor que estar adentro, pero es liberador. Al menos eso pensaba antes de la sensación horno, cuando miraba a través de los cristales el cielo azul, despejado y proyectaba, como una delirante, el frescor del interior al exterior. Pero afuera hace calor, mucho, ese calor de enero que se mete hasta el cerebro y te lo cocina bien confit, a fuego lento, reteniéndote antes del punto de ebullición.
Por culpa de esa búsqueda del yo mío individual, ahora estoy sudando un banco de madera de Plaza San Martín, terminando un sándwich de miga de pan negro, que engorda menos, aguantándome las ganas de mear que me dio la ingesta intempestiva de dos botellitas de agua mineral al hilo, pegoteada con una remera y una pollera de algodón que se sienten como una malla de metal liviano, con mis pies atrapados como un matambre por las tiras de unas sandalias no muy nuevas, y tan baratas que me lastiman. Abombada por el calor, puteándome por haber huido de la secta de los adoradores del aire acondicionado, sola y aburrida, hago un paneo sobre mis compañeros ocasionales, la Resistencia que puebla la Plaza. Son raros. Forman micro grupos bajo de la sombra de los árboles frondosos, y están comiendo, fumando un cigarrillo, leyendo, hablando solos a celulares escondidos, o escuchando música a través de micro audífonos. Todos están con sus agüitas. Algunos comparten bebidas y charlan como los pececitos de Nemo, con agua en la boca. Los únicos que caminan son los turistas, que deambulan mirando un mapa o los visores de sus cámaras, tolerando el calor mortal del verano como una calamidad sudamericana very tipical. Observo un par de vikingos bienintencionados, en remera y bermudas, que atraviesan la plaza usando sus cámaras como anteojos de sol, y pienso que deben estar tan asombrados con Buenos Aires, su estilo pan europeo, que se ven en la misión de agotar las memorias para demostrarles a sus amigos de sus oficinas de Alemania o Finlandia (no los distingo, los gringos son todos iguales) que no hay mulas ni cactus creciendo en las plazas. Deben estar un poco desilusionados, pienso, después de todo hacer ese largo camino para encontrarse más o menos con lo mismo. Los vikingos bajan enérgicamente la barranca sanmartiniana a buen paso, eludiendo a los kamikases tomadores de sol, y, antes de desaparecer de mi vista, le toman una foto a una señora flaca y arrugada ,sentada en una reposera, en bikini, que, muy simpática, los saluda con la mano y posa para la foto.
Pienso:el Ministerio de feriados nacionales y el Weather Channel, deberían estar articulados : ¿más de cuarenta grados? Feriado.¿Menos de un grado? Feriado. ¿Granizo, nieve y tormenta? Feriado. ¿Viento zonda? Feriado instantáneo.
Mi reloj me dice que tengo que volver. Como ninguna de mis necesidades profundas se han visto satisfechas (me quedé con hambre, tengo sed y ganas de ir al baño) y ninguna de mis fantasías se han cumplido (no me encontré con un maletín repleto de euros ni se me acercó ningún millonario dispuesto a compartir su fortuna, su hermoso cuerpo marcado y sus ingeniosas anécdotas), es hora de volver a trabajar.
Me levanto, me despego la ropa que me quedó pegada al cuerpo y estoy a punto de darme vuelta cuando veo a los vikingos subir la barranca y acercarse directamente hacia mi dispuestos, creo yo, a tomar posición de mi banco con mi sombra. Ah, no, pienso, resistiré al imperialismo colonizante, así que me siento de nuevo.
— ¿Señorita?—pregunta el rubio de dos metros y medio mientras el otro despliega un mapa en toda su extensión.— ¿ Puedo hacer pregunta a usted?
Me corro un poco para refugiarme en la sombra que proyectan los gigantes rubios.
— ¿Si?
— Usted saber donde ser Boca.
— ¿
— Sí —dice—, es bien,
— No, no. Está lejos…
Miran alrededor y hablan entre sí, cabeceando todo el tiempo afirmativamente como los Muppets. El más bajo, de dos metros, con cara de bebé gigantesco recién parido, me muestra el plano de la ciudad rodeado con una cuadrícula de anuncios que hacen lucir a Buenos Aires como un paraíso de bifes sangrantes, piedras semi preciosas y tanguerías. Les señalo donde estamos y su destino boquense y me pregunto si alguno de los dos se me enamorará instantáneamente, si me preguntarán si quiero participar como actriz principal en una superproducción noruega, si me invitarán a almorzar al Plaza, si serán mega ejecutivos de teléfonos celulares, enfermeros o leñadores de la tundra. Pero los gigantes rubios me miran desolados. Sin amor, sin ambición, sin deseo. Mirada prosaica si la hay la del que está perdido. Me pregunto si en su país tendrán todo solucionado, aceitado, facilitado y si tendrán aire acondicionado hasta en las plazas. Catalizado por el calor y la indiferencia me empieza a subir un resentimiento difuso hacia el género, los extranjeros del primer mundo y el mundo en general.
— Les conviene tomar taxi o colectivo—, agrego malhumorada, haciendo el gesto de “me estoy yendo”.
— ¿Coletivo? ¿Bus?
— Sí, un bus.
— ¿Unbus…?
—¿Cuál bus?—pregunta el bebé lo que me da la pauta de que ya probó el confort de nuestros colectivos locales.
— El 114 —les invento—para en la esquina de Cuba y Anasagasti— les aclaro y señalo ambiguamente, pero decidida, hacia la calle Florida--Por ahí...
Los dos hombres miran, hablan entre sí, y haciendo una pequeña venia me dicen:
—Tanke, señorita.
Sonrío y devuelvo una mini inclinación de cabeza.
—Iu welcom.
Entro en el edificio frío, pero acogedor, subo a la oficina, recién ahí me relajo. Me meto en el baño y frente al espejo sonrío nerviosamente.
Los días de calor, no soy yo.